Fueron 55 km corriendo en la montaña. Con 3000 m de desnivel positivo acumulado entre todas las subidas (y otro tanto en bajadas).
Soñé que podía terminar cerca de las 10 horas, pero era un sueño loco, una ilusión, algo irreal. Los 50 km anteriores, en junio, con menos distancia y elevación, me habían llevado más de 12 horas. Ahí también había soñado terminar por debajo de las 10.
La primera mitad era la más dura: acumulaba dos tercios de la elevación total, con una subida y bajada brutales de 1000 m en los primeros 10 km que parecía estar ahí para recordarnos que no había atajos. Mi técnica de bajada es malísima, eso me dejó las piernas molidas para el resto de la carrera. Aun así, llevaba 5 h 37 min al cruzar el kilómetro 27.
En ese momento empezaron a materializarse las esperanzas de terminar por debajo de las 11 horas. Pero todavía quedaba media carrera por delante.
La segunda mitad, con menos elevación y tramos más largos sin grandes cambios en el terreno, permitió correr más y a ritmos constantes. Diría que ese es mi fuerte. La confianza siguió creciendo al ritmo del reloj, todo se iba alineando. A medida que pasaban los kilómetros empecé a soñar no sólo con terminar en menos de 11 horas sino, quizá, por cómo venía, debajo de las 10.
Con la confianza, a veces, viene una falsa sensación de seguridad. En el tercer y cuarto puesto de avituallamiento ignoré la hidratación y la comida. No recargué suficientes energías: me sentía bien y confiado de que tenía lo necesario en el tanque para terminar. Después de todo, quedaban sólo 13 kilómetros y ya tenía casi una maratón completa encima.
Decir que la última subida se complicó queda corto. Bajé el ritmo muy por debajo de lo que había podido mantener en los demás ascensos. Me vi obligado a parar constantemente para recuperar fuerzas y aliento. Mi cerebro iba y venía entre tratar de entender qué estaba pasando y hacer cálculos constantes de ritmo: ¿si sigo así, todavía puedo llegar antes de las 10 horas?
Esa ilusión duró poco. Así como había llegado cuando el llano del valle me permitió subir el ritmo, desapareció al chocarse con los 600 m de elevación que nos llevaban a la cima del Cerro Otto.
Pero claro: había descuidado recargar energías. Después de ocho horas y media de carrera, tanto las piernas como el cerebro estaban sin reservas. No sólo no podía correr, tampoco podía pensar con claridad.
La cafeína de los geles, las bebidas con electrolitos, los alfajores y las frutas en los puestos de avituallamiento me habían traído hasta ahí, pero, habiendo comido poco en el tercer y cuarto puestos, ya no alcanzaba. La pelea no era contra la montaña, era conmigo mismo.
Cuando las piernas no dan más y la mente quiere darse por vencida, ahí le toca al corazón dar el último empujón. Entre tabletas de azúcar y parando más de lo que hubiera querido, llegué a la última cima. La carrera no estaba terminada, quedaba un descenso difícil. Pero la batalla más dura ya estaba ganada.
La entrada al Centro Cívico fue surrealista.
Tantas emociones mezcladas como ruido y gente alentando. Fue volver al mundo después de tantas horas metido en la montaña, peleando conmigo mismo.
La meta llegó a las 9 horas 52 minutos de carrera. Con ocho minutos de sobra, tiempo incluso para boludear con @pablitocolombo antes de cruzar el arco.